Por: Angie Lucía Puentes Parra
Pregrado en Estudios Literarios
Pontificia Universidad Javeriana
Ex-coordinadora del Semillero de Desarraigo y Justicia Social
Misionera, voluntaria, inductora, tutora....
Tengo un país atravesado en la garganta.
Marta Gómez
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Me fui un 5 de septiembre de 2011. Llevé una maleta que pesaba 23 kg, peso máximo permitido por la aerolínea Air France, tenía 19 años. Nunca había vivido sola, siempre había estado con ellos, mi madre, mi padre y mi hermano menor, nos llevamos siete años de diferencia. Yo creía que mi vida cabía en una maleta, creía que todos mis recuerdos, los rostros conocidos y todo lo que sabía, hasta ese entonces, de francés entraría en ese espacio – delgado- y asfixiante. Me fui porque quería empezar la Universidad en otro país, llegué a la ciudad de Tours, a dos horas de París. Quizá me fui por las razones incorrectas, de pronto me fui huyendo, eso no importa ya, lo importante era haberse ido, haberse largado lejos, muy lejos para empezar una vida nueva. Volar es maravilloso. Estar subida en ese avión, esperando que arrancara, era una nueva aventura. Todos, como buenos colombianos, encomendándonos a la bendición de Dios, ese acto de fe de darnos la bendición y orar un padre nuestro para tener un buen viaje. Esa fe tan católica, tan colombiana, tan latinoamericana…
Llegué al aeropuerto Charles de Gaulle, luego de 8 horas de viaje. Un recorrido que desbarató mis recuerdos y los dejaba cada vez más lejos, en otro continente. Entre voces y pieles africanas, japonesas, árabes llegué a mi nuevo destino. El aeropuerto era una plaza inmensa, una plataforma donde convergen miles de personas de un lado para el otro. Es un espacio fascinante para observar rostros, familias, pieles, razas, atuendos y escuchar nuevas lenguas. Busqué las líneas del tren para llegar a la ciudad de Tours. Entre filas y mi mal acento en francés, me defendí para comprar un tiquete de tren y llegar a la estación de Saint Pierre des Corps. Era la primera vez que subía a un tren. Era uno de los días más felices de mi existencia, allí, sentada, con mi equipaje, totalmente sola y nueva en un territorio tan lejano. Miraba por la ventana las construcciones, las casas, las calles, las personas, los árabes, las madres con su hijos en sus brazos, los peinados de los afros, los pantalones anchos de los raperos, los gritos por celular de una mamá con su hijo en los brazos, gritándole a su esposo. En Francia, constantemente, viven en un drama: oh la la! Je m’ en fous! A veces, no entendía muy bien de qué se quejaban. Pero se quejaban como cualquier ciudadano de este planeta. Yo creo que la queja no tiene nacionalidad, simplemente, es un mal humano. Así, seguí mi viaje en tren, era la primera vez que me subía en un tren. Para alguien de Chile o de Estados Unidos debe ser muy cotidiano subirse a un tren. Para mí no. En Bogotá no hay tren, hay buses y Transmilenio.
Finalmente, llegué a la estación y empecé a buscar a la persona que me iba a recibir: Agnes Pradier, una mujer enfermera y actriz de teatro de Clown. Estaba casada con Philippe Pradier, pintor y escultor famoso en la ciudad. Tenían dos hijos, el mayor era Benoit Pradier y el menor era Nicolas Pradier. El mayor estudiaba en la Universidad de Bellas Artes, era artista audiovisual y Nicolas, seguía en el colegio. El menor tenía un leve autismo, motivo por el cual lo molestaban, a veces, en sus clases los adolescentes de su edad. Ellos eran mi nueva familia, mi familia francesa que me atendía por una semana, posteriormente, ya viviría con otra persona...
La mañana del 6 de septiembre de 2011, me levanté en un cuarto extraño, rodeada de cuadros hechos por el dueño de la casa. Eran figuras de cuerpos de mujeres y hombres de colores tierra y asimétricos. Debajo de mi puerta, había una nota de la señora de la casa, Agnes, que decía: “Yo no sé qué desayunan en Colombia, ni qué te gusta, así que puedes ir a la nevera y prepárate lo que te guste. Todos nos fuimos al trabajo, quedas en tu casa, bienvenida.” Al leer la nota, sentí –desde lo más profundo de mis entrañas- que empezaba una nueva vida. Bajé las escaleras y vi una botella de leche, era de la marca de leche con la que en la Alianza Francesa en el centro de Bogotá, me habían explicado los alimentos y las bebidas en francés. Me sentí muy emocionada y contenta de estar ahí, sola, preparando mis alimentos, en inmensa soledad.
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Solo estuve una semana con la familia Pradier. Luego me mudé al apartamento de Annick Mathé, una señora de 60 años, pensionada, trabajadora social. Vivía con su gata Mimi en un espacio alfombrado pequeño, a penas para las dos. Era extraño vivir con ella, pero era muy buena gente. Tenía una colección entera de libros de Simone de Beauvoir de ediciones Gallimard. Siempre creía que las personas que leían sobre feministas eran lesbianas. Era una falsa creencia. Annick estaba en proceso de divorcio de su esposo y tenía en la mesa el libro de Comer, rezar y amar de Elizabeth Gilbert. Yo había visto esa película y era mi favorita. De pronto, en ese momento de mi vida, yo no entendía muy bien el desamor. Antes de partir de Colombia, había durado casi seis meses con alguien mayor que yo 6 años, se llama Santiago. Nunca he durado más de ese tiempo con nadie. No me gustan los noviazgos, nunca compartí esas ideas que tenían mis amigas que duraban tres años con el mismo novio y sus familiares hacían rituales de recibimiento del novio, comidas, almuerzos, onces. Yo vengo de una familia machista, donde es una pérdida de tiempo tener novio. Donde mi papá “nos mantiene a los tres”. A mi familia no le gusta que casi nadie venga a nuestro apartamento, no les gusta las visitas, mis padres no tienen casi amigos, en cambio, se relacionan más con sus familiares, pero nunca salen a casa de amistades. Para ellos nunca ha sido importante traer invitados y atenderlos en el hogar. Son un poco antisociales.
De pronto, por esos motivos, nunca ha sido mi prioridad estar con alguien en una relación estable y seria. Sin embargo, considero que uno no es el resultado de los espejos familiares, uno siempre tiene la posibilidad de elegir. A lo largo de mi vida, yo he elegido si quiero o no estar con alguien. He elegido mis compañeros, mis novios, claro, he tenido novios, pero nunca han durado más de un mes. He tenido aventuras amorosas e idilios únicos, mágicos, conmovedores, parecen salidos de un libro o de una película. Soy muy agradecida con los distintos hombres de mi vida, a pesar del desamor y la infinita tristeza de las rupturas y olvidos, fueron mis hombres, esos hombres que me acompañaron en ciertas partes de mi historia, que me hicieron soñar de nuevo, que me hicieron estremecerme de amor, que me pusieron los ojos más claros, que me cambiaron el color de mis ojos, a color miel. Todo eso se me vino a la cabeza mientras miraba el apartamento de Annick. Ella me hablaba, dándome indicaciones sobre donde se ubicaba el banco, el mercado, el correo, la peluquería y todo eso. Era una tarde de “verano-indio” así lo llamaba ella, porque estábamos en el final del verano, al otro día tenía que ir a mi proceso de inscripción a la Universidad François-Rabelais a la facultad de Letras Modernas. Yo empezaba la Licenciatura de Letras Modernas. Estaba muy nerviosa, era mi primera vez en una Universidad y ni siquiera hablaba bien francés, tenía un nivel inferior al B2...
D-E-S-A-R-R-A-I-G-O-
El desarraigo más grande de mi vida fue en Francia. Sin embargo, a casi seis años de haber vuelto a mi país, considero que diariamente estamos en un desarraigo. ¿ Por qué? siempre migramos, siempre debemos salir de nuestras zonas de confort para crecer y crear nuevos caminos. Uno sufre -diariamente- de pequeños duelos cortos o largos, de decir adiós, de desarraigarse de personas, momentos, lugares, tiempos. Este año 2017, ha empezado con el migrar a mi lugar de trabajo, un nuevo escenario de vida lo cual representa nuevos retos y aprendizajes, tanta gratitud. A veces soy híbrida. Como diría el crítico y teórico Homi K. Bhabha: uno se convierte en alguien que está en el medio " In between", en dos mundos, en dos lados, a veces uno se construye desde esa herida que produce el desarraigo. Yo aún no pertenezco a mi actual sitio de trabajo al cual amo y agradezco con el alma, pero tampoco ya soy parte de la Universidad Javeriana. Estoy en una transición, un migrar. Y está bien. La vida se compone de grandes y pequeñas heridas producidas por el desarraigo. El desarraigo es des-aferrarse del recuerdo, de la memoria de lo vivido, es lograr construir una identidad en nuevos lugares, espacios, con nuevas personas. Siempre estamos viajando, migrando, mudando de sentimientos, de sentires, de amistades, de relaciones amorosas, siempre estamos diciendo adiós para poder habitar el presente, para vivir el aquí y el ahora es necesario reconocer nuestros propios desarraigos.
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